Fotografía de Maribel en
el Cuarto.
Esta fotografía no es
mía. Podemos fecharla en 1978. Hace tiempo escribí esto: El coche sube la cuesta y pasa una curva cerrada hacia la izquierda. El
pueblo aparece justo enfrente, al otro lado de la rambla, entre una espesa
niebla, a pocos minutos y algunos metros más lejos. Me paro. Ahí nació la mujer
a la que quiero, la madre de la hija que aún no ha nacido. Esto es un
apunte sobre una fotografía que había tomado hace tiempo. Una imagen y una
descripción de cómo haber hecho esa imagen, desde dónde se había hecho. Aquella
imagen ha sido importante. No creo que haya imágenes definitivas, sin embargo,
identifico imágenes que confluyen en el tiempo con su importancia. Y creo en la
importancia de no poseer las imágenes, dejar la cuestión de la pertenencia a la
propia imagen y a la mirada. Esta fotografía no es mía, no la hice yo. Es una
fotografía familiar. La imagen se me ha
revelado de un determinado modo ahora; se revela de distintos modos en
distintos tiempos. Es una fotografía en la que aparece la mujer a la que
quiero. En esa fotografía ella tenía la edad que tiene hoy nuestra hija. Y
nuestra hija Ariadna lee esto mientras lo escribo y escribe en su cuaderno
sobre lo que yo escribo. Para ella es importante.
***
Emilia hurgó entre sus
cabellos blancos para señalar la cicatriz de cuando era un bebé y cayó de los
brazos de su madre al recibir la notificación de la muerte de su padre.
Mientras rebuscaba entre aquellos recuerdos confusos, se freían los ajos en el
aceite para las migas. La sartén era la misma que recuerdan las últimas tres
generaciones de la familia. Solo el negro del metal y las marcas de la pared
donde se colgaba habían cambiado con el paso del tiempo. Habló de los hermanos
y del padre a los que no conoció. Dijo que a su padre no le dieron permiso en
el frente para volver al pueblo y conocerla. Un retrato del padre preside la
entrada de una de las habitaciones de la casa. Retiró los ajos, quemados.
Encarnación, su madre, guardó luto por él para siempre. Un retrato de ella
vestida de negro se guarda en un cajón. Sonaba el choque metálico de las
cortinas de la cocina mientras los gatos aguardaban en la calle. Conocían el
ritual y olían las sardinas frescas. Más tarde, cuando se recogiese la comida,
se disputarían las raspas. El pueblo, a esa hora del mediodía, se inunda del
sol más hermoso del año. La piel desaparece entre el cuerpo y el invierno. El
sol calienta pero no quema; el aire que merodea la flor tierna del almendro
baña de frescura los brazos tímidamente cubiertos. Vertió el agua sobre el
aceite y después la sal. Cuando hubieron hervido, echó la sémola de trigo. La
cicatriz se puede adivinar en la piel de Emilia si se han escuchado sus
palabras. La herida aún supura; la memoria persiste. La desmemoria acerca los
tiempos, los cobija en uno común. El retrato de Encarnación, la Galdeana, es
gris. No hay blancos y negros puros. La densidad tonal se concentra en su
mirada. Ojos almendrados bien abiertos, levemente hundidos en el margen de la
sombra de la cavidad ocular. Mirada directa, limpia, vibrante en la reflexión
de dos luces del estudio del fotógrafo. Las migas se agarraron. Nunca antes
había sucedido. Aquella tarde de aquel invierno los gatos comieron raspas y
costras negras.
***
Con el invierno brota la
flor del almendro. Las lomas se salpican de rosa y en las tierras aún labradas
se concentra ese color como el de las nubes al atardecer. Haza del Trigo es un
pueblo cercano a la costa, en la Sierra de la Contraviesa, la Alpujarra Baja
granadina, que pertenece al término municipal de Polopos-La Mamola. Es un lugar
de invernaderos, casas y cortijos encalados, almendros y albercas. No es un
lugar muy alejado de la ciudad de Granada ni de la carretera principal, pero no
se pasa por allí por casualidad. La pista asfaltada que llega hasta el pueblo
termina allí. Una calle lo atraviesa y lo enlaza con la rambla sobre la que se
erige. En una fotografía de hace cuarenta años aún no se ven los invernaderos
alrededor del Haza del Trigo. En su lugar, bancales sembrados y huertos de
frutales. La tierra es la misma: fértil y extenuada. Tierra para los arrieros,
labradores y pastores. Para sus frutos, para el ganado y para los hijos. La
tierra es arenosa; rojiza y gris. Se escurre de las manos y se mezcla con el
plástico. El sonido es seco y arremolinado. Desde la rambla se escucha lo que
se habla en la era; desde la era, lo que dicen en la tienda; en la tienda, a
quien baja de la alberca; en la alberca, a las cabras por la rambla. Al final
del verano suena la piedra partir las almendras. En las puertas de las casas,
se escuchan freírse en aceite.
***
En la rambla, bajo el
pueblo, frente a la Haza, había un almendro solo. Emilia dice que a aquel lugar
lo llamaban la isla. Los frutales han desaparecido de la vega en la medida en
que han crecido los invernaderos. En un fotograma del vuelo americano sobre la
Península en 1956 se ven dos árboles cercanos entre sí justo en ese lugar. Uno
de los dos es aquel almendro. En 2016 murió el almendro arrancado por una feroz
salida de la rambla. A veces, cuando
llueve, sale la rambla. Esto es, tras unos días de lluvia, un ligero hilo de
agua que pasa bajo el pueblo trazando una nueva ruta en aquel cauce seco. El
agua avanza como el plomo si no ha llovido mucho; como cobre turbio si ha
llovido con intensidad. Otras veces, no da tiempo a la poética de los metales:
baja en tromba y arrampla con todo. Cada cierto tiempo sucede esto, es como un
deshacimiento de todo: de la materia, de la mirada, de la biografía, de la
metáfora y del tiempo. Cuando ha pasado la riada un nuevo orden afecta al
paisaje. Todo ha sido arrastrado. Los árboles arrancados se desplazan
kilómetros. Algunos llegan hasta el mar. Los postes de la luz recogen plásticos
y retamas a la deriva. Las piedras también avanzan, se rompen en pedazos y se
erosionan súbitamente. Otro recogimiento del tiempo. Todo vuelve a una calma
horrible. Reposo. El suelo filtra rápidamente el agua en la rambla. Su sed de
siglos apena es saciada. Cuando escampa y el cielo sostiene los días completos
al sol, el color de la arena se torna en un azul lechoso tan solo lo que dura
una mirada cansada. Después, todo el caos de las fuerzas desplazadas vuelve a
aposentarse en aquella tierra en la que todo cambia en silencio. El desorden es
la nueva medida que nada altera. La rambla es azul, negra y gris hasta que el
sol la sobreexpone y oculta las sombras. Las proporciones de los guijarros
ancestrales son inmedibles y confunden las distancias, mas asienta la mirada
contemplativa. En ese suelo vacío de latidos, el tiempo se hace materia y toma
la forma de la piedra y la arena. Una forma de la ausencia.